
Un hombre fue ejecutado en la guillotina, el verdugo colocó la cabeza desmembrada sobre una mesa; pero la multitud gritaba tan fuerte el nombre del condenado, que los ojos del decapitado se abrieron y comenzaron a moverse buscando a quienes lo pronunciaban.
Los verdugos entraban con guantes a la iglesia para no manchar la casa de Dios con sus manos desnudas. Cuentan de uno que, desde que un chorro de sangre de un inocente saltó y le mojó las palmas, no pudo dejar de frotarse las manos tratando de borrar aquel vestigio.
La voluntad del verdugo no puede ser comprada con nada; muchas fueron las mujeres que en el último momento se desnudaron y pusieron sus cuerpos jóvenes a sus pies, pero jamás lograron el perdón o el soborno.
Los verdugos entraban con guantes a la iglesia para no manchar la casa de Dios con sus manos desnudas. Cuentan de uno que, desde que un chorro de sangre de un inocente saltó y le mojó las palmas, no pudo dejar de frotarse las manos tratando de borrar aquel vestigio.
La voluntad del verdugo no puede ser comprada con nada; muchas fueron las mujeres que en el último momento se desnudaron y pusieron sus cuerpos jóvenes a sus pies, pero jamás lograron el perdón o el soborno.